Su vida consistió en amar.
La mujer que podemos definir como
Amor vivió en este mundo sólo amando: amando a Dios, a su Hijo Jesús
desde que lo llevaba en su seno hasta que lo tuvo en brazos desclavado
de la cruz. Amó a su querido esposo san José, y amó a todos y cada uno
de sus hijos desde que Jesús la proclamó madre de todos ellos.
María
fue una mujer inmensamente feliz...Su presupuesto era de dos reales. No
tenía dinero, coche, lavadora, televisor ni computadora, ni títulos
académicos. No era Directora del jardín de niños de Nazareth, tampoco
presumía de nombramientos, como Miss. Nazareth. María a secas. No salió
en la televisión ni en los periódicos.
Pero poseía una sólida base de fe, esperanza, amor y de todas las virtudes. Tenía a Dios, y, a quien tiene a Dios, nada le
falta.
La Virgen no se quejaba: de ir a Egipto, de que Dios le
pidiera tanto. La sonrisa de la Virgen era lo mejor de su rostro. ¿Cómo
reaccionaría ante las adversidades, dificultades, cólera de sus vecinos?
María
veía la providencia en todo: en los lirios del campo, en los
amaneceres...en la tormenta. Cuando no había dinero. Cuando tenía que
ausentarse. Cuando alguna vecina se ponía necia y molestaba.
Lo
más admirable de María era el amor. Lo más grande de la mujer debe ser
el amor. El amor es un talismán que transforma todo en maravilla. Dios
te ha dado este don en abundancia. Si lo emplearas bien, haría de ti una
gran mujer, una ferviente cristiana, una esposa y madre admirable.
Pero, si dejas que el amor se corrompa en ti, ¡pobre mujer!
María
Magdalena tenía una gran capacidad de amar. La empleó mal, y se
convirtió en una mujer de mala vida. Pero, después de encontrarse con
Jesucristo, utilizó aquella capacidad para amar apasionadamente a Dios y
a los demás, y hoy es una gran santa y una gran mujer.
Desde su
asunción a los cielos ha seguido amando durante dos mil años a Dios y a
los hombres: Es un amor muy largo y profundo. Y apenas ha comenzado la
eternidad de su amor.
Dentro de ese océano de ternura que es el
Corazón de María estamos tú y yo para alegrarnos infinitamente. Desde el
cielo una Madre nos ama con singular predilección. La fe en este amor
debe llenar nuestra vida de alegría, de paz y de esperanza.
Subió al cielo en cuerpo y alma
Dios
adelantó el reloj de la eternidad para que María pudiese inaugurar con
su hijo nuestra eternidad. Mientras nosotros esperamos, Ella goza de
Dios con su cuerpo inmaculado, el
que fue cuna de Jesús durante nueve meses.
María, nuestra Madre,
es inmensamente feliz en el cielo. Nosotros, sus hijos, nos
congratulamos infinitamente por su felicidad. Ella, como buena madre, no
quiere gozar sola; nos quiere ver a nosotros felices con Ella,
eternamente gozosos con Ella y con Jesús en el cielo. El único anhelo
todavía no cumplido de María es lograr nuestra felicidad eterna. Su
oración para lograrla es diaria, muy intensa, hasta conseguirlo.
El
cuerpo en el que Dios habitó es digno de todo respeto. Está eternizado
en el cielo, incorrupto, feliz como estará un día el nuestro. El cuerpo
que vivirá eternamente en el cielo es digno de todo respeto. No se debe
degradar lo que será tan dignamente tratado. Pasará por la corrupción,
pero sólo para resucitar en nueva espiga y nuevo cuerpo inmortal,
incorrupto, puro y santo.
Es
una motivación muy seria ésta. Nuestro cuerpo, que fue templo de Dios en
la tierra y eternamente gozará de Dios en el cielo, es digno de que sea
respetado, purificado.
Voy a prepararos un lugar:
Así
hablaba Jesús a los apóstoles con emoción contenida. Personalmente se
encargaría de tener listo ese lugar. Pero sabemos quién le ayudaría
cariñosamente a preparar dicho lugar: María Santísima. Ella le ayudó -y
de qué manera tan eficaz- en sus primeros pasos a la Iglesia
militante. Ella sigue ayudando con su amorosa intercesión a la Iglesia
purgante y, de manera muy particular, a preparar la definitiva estancia
a la Iglesia triunfante.
Podremos estar seguros de ver un ramo
de flores con una tarjeta y nuestro nombre: Hijo, hija, cuánto me
costaste. Pero ya estás aquí. También habrá un
crucifijo con esta leyenda: “Te amé y me entregué a la muerte por ti”.
Jesús. Habrá un ramo de almendro florido colocado por Jesús de parte de
María.
Voy a prepararos un lugar. También María nos dice que ha
ido a prepararnos un lugar. La mejor Madre con todo el cariño preparando
un sitio para toda la eternidad a sus hijos. ¡Gracias, Madre, por el
interés y el amor demostrado! ¿Cómo pagarte? Imposible. En deuda
estaremos eternamente contigo.
El premio de los justos es el cielo, la felicidad eterna.
Poco
lo pensamos. Mucho lo ponemos en peligro. “Alegraos más bien de que
vuestros nombres estén escritos en el cielo”. Sabremos entonces por qué
decía Jesús estas solemnes palabras, cuando veamos con los ojos
extasiados lo que ha preparado Dios a sus hijos. Si les dio su sangre y
su
vida, ¿no les iba a dar el cielo?
Pero aquí andamos distraídos,
perdidos, olvidados, comiendo los frutos agraces del pecado que pudre
la sangre y envenena el alma. Cuantas veces emprendimos el camino del
infierno, tantas otras una mano cariñosa y firme nos hizo volver al
camino del cielo. Pensamos en todo menos en lo mejor y lo más hermoso.
¡Pobres ignorantes, ingratos, desconsiderados!
Dios premia dando
el cielo. Se lo ha dado a María, a los santos. Lo ofreció al joven
rico, y lo rehusó. Lo ganó pagando el precio de la cruz y de la vida. El
cielo es nuestro; nos lo han regalado. Pero, a la fuerza nadie entrará
allí. Es necesario pedirlo, merecerlo de alguna manera. El mismo Jesús
proclamaba: “El Reino de los cielos se gana luchando, y sólo los que
luchan lo arrebatan.”
Si ganar el cielo es lo más grande que
podamos lograr, perderlo
es lo más triste y trágico que nos pueda suceder. Ambas cosas están
sucediendo de continuo: los que están ganando la gloria y los que están
ganando la perdición. Y tú, ¿qué estás ganando?
¿De qué le sirve
al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? Jesús sabe lo que
dice.¡Cuantas veces empleamos los mejores años, las mejores energías, en
conseguir lo pasajero, hipotecando lo eterno! Así, nos convertimos en
los peores perdedores, porque perdemos lo único necesario.
El cielo es cielo por Dios y María
Al
fin nos encontraremos cara a cara con los dos más grandes amores de
nuestra vida. Entonces sabremos lo que es estar locamente enamorados y
para siempre de las personas más dignas de ser amadas. Enamorados de
Dios, en un éxtasis eterno de amor: amados por el Amor Infinito, la
Bondad Infinita.
Ahí comprenderemos los misterios del amor
aquí muy poco comprendidos. Volveremos a Belén a amar infinitamente,
eternamente a aquel Dios hecho niño por nosotros. Volveremos a la
fuente de Nazareth donde Jesús llenó el cántaro de María tantas veces.
Volveremos
al Cenáculo a quedar de rodillas y extasiados ante la institución de la
Eucaristía, y comprenderemos las palabras del evangelista Juan:
“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo”.
Volveremos al Calvario y querremos quedarnos allí
mucho, mucho tiempo, siglos, para contemplar con el corazón en llamas el
amor más grande, la ternura más delicada, y comprenderemos cada uno lo
que Pablo gritaba: “Líbreme Dios de gloriarme en nada si no es en la
cruz de nuestro Señor Jesucristo”.
Pediremos permiso de bajar a la tierra para visitar los Santos lugares no como turistas sino como locamente enamorados.
Volveremos
a leer el Evangelio con el corazón en éxtasis de amor. Todo esto por
mí, por amor a mí. Agradeceremos a María su “fiat”, su “hágase en mí
según tu palabra”, y le diremos con amoroso acento: “Gracias, Madre, por
haber dicho que sí.”
Releeremos una y otra vez aquella escena
del Calvario, cuando Jesús moría: “Ahí tienes a tu Madre”. Ahí la tengo,
junto a mí, en el cielo, para siempre...
¡Gracias, Jesús, por
haberme dado tu Rosa, tu joya más preciosa. ¡Gracias, por haberme dado a
tu Madre como madre mía! Te quiero mucho, te quiero tanto por María...
Volveremos
a Belén, a aquella cueva bendita donde nació el Amor
hecho niño por mí. Besaremos el pesebre, las pajas. Y nos quedaremos
allí durante muchas horas, y con ganas de volver mil veces.
Volveremos
a Nazareth, a la humilde casita de la dulce María. Tú nos enseñarás
cada rincón de la casa. “Aquí estuvo el arcángel, y le respondí que sí.
Aquí estaba el taller de José, mi queridísimo José. Aquí la cocina en la
que pasé tantas horas entre los pucheros. Aquí el huerto, en el que me
extasiaba con las flores”.
Y querremos quedarnos en esa casita años y años, en aquel rincón del cielo...
Al cielo subió la Puerta del cielo
Sueño
en ese momento en que tocaré a la puerta. Y saldrá a abrirme con los
brazos abiertos y una sonrisa celestial María Santísima. Tendré que
sostenerme para no morir otra vez, pero de puro gozo al ver sus ojos de
cielo, su rostro bellísimo, su amor increíble pero real.
Tenía
tantos deseos de verte, OH Madre mía; tantas veces te recé la Salve y
recé el rosario -aunque a veces distraído. En el cielo recitaré de nuevo
todos los rosarios mal rezados, como un serafín. ¡Qué pena que en la
tierra te conocí tan poco y tan poco te amé! En el cielo te amaré por lo
que no te amé en la tierra.
María es la mujer triunfadora por
excelencia. La humilde esclava del Señor ha logrado lo que ninguna mujer
famosa ha conseguido. Eligió como meta cumplir la voluntad de Dios;
como motivación el amor. El Premio: La Asunción los cielos en cuerpo y
alma. Así nos enseña de forma contundente la mejor forma de vivir.
Oración:
Oh
María,
Puerta del cielo, no permitas que tu hijo pródigo prefiera comer las
bellotas y apacentar los puercos cuando ha sido llamado al amor eterno y
a la felicidad suprema en el cielo junto con Dios y junto a Ti. Haz lo
que sea, no importa qué cosa, para obtener ese cielo que tiene una
morada para mí, preparada con tanto cariño por Jesús y por ti, Madre.
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miércoles, 26 de octubre de 2011
María es inmensamente feliz en el cielo
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