Podemos distinguir la relación que tenemos con una persona por el modo
en como la saludamos: «Dime cómo saludas, y te diré quién es esa persona
para ti». Para un ser querido, reservamos las
manifestaciones de cariño más cercanas: un abrazo o un beso. Para un
conocido, un buen apretón de manos, acompañado tal vez de una palmada en
la espalda. Le doy la mano con formalidad a la persona que me presentan
por primera vez. Y se tiende a rehuir el saludo a la persona que no se
desea ver.
En el inicio del Avemaría, la Iglesia nos marca el tipo de relación que debemos tener con María. ¿Cómo le saludamos? Haciendo eco de las palabras del arcángel Gabriel en la Anunciación, le decimos un "Dios te salve". A simple vista, este "hola" puede parecer un tanto formal. Dios te salve. Como quien dice un buenos días acompañado de un "¡Qué gusto saludarle a usted!". Y sí, es verdad que este inicio marca una cierta distancia de respeto con María. Después de todo, Ella es Reina de los Cielos, Madre de Dios. ¡No cualquier creatura ostenta estos títulos! Nos invita, por ello, a darle la veneración que Ella se merece, a admirar su fidelidad a lo que Dios le pidió, a agradecerle todos los favores que Ella nos concede.
No obstante, a este inicio de realeza y veneración se le acompaña con el nombre: María. Llamarle a uno por su nombre implica ya una intimidad con la persona: la conoce, sabe cómo se llama. Esta segunda parte del saludo nos invita a vivir el otro lado de la moneda en nuestro trato con María: la cercanía, el cariño y la ternura filial. Porque estoy convencido que Ella, como buena Madre, no se conforma con el trato formal y delicado -que no deja de ser lícito también- del siervo que llama a su Señora. A María le gusta que le llamemos Madre, así como a Dios le gusta que le llamemos Abbá. Y se regocija, como mujer que es, con las muestras de afecto que le dedicamos: el rosario, las visitas a una de sus imágenes, dejarle alguna flor, etcétera.
Dios te salve, María. Un saludo que nos acerca a las dos facetas de la Santísima Virgen: su excelsitud y su maternidad, la grandeza de su figura con la cercanía de su cariño, su ser Reina y su ser creatura como nosotros. Es con estos dos prismas con los que la vemos y le rezamos. Y con estas dos tintas le he escrito estos pequeños versos, que quieren ser el broche a estas líneas:
Caminando a mi lado he descubierto
unos pies que siguen mi travesía,
un corazón que me ama cada día,
y dos manos que alejan desconcierto.
Sabía de su existir. Mas no acierto
a comprender por qué desconocía
que al susurro de su nombre -María-
se esfumaba el desánimo desierto.
Y al contemplarla en su bella sonrisa,
que enamoró a Quien nació de su vientre,
le elevo una oración tierna y sumisa:
“¡Mírame, Madre, permíteme verte!
Pues, al beber de tus ojos sin prisa,
firme, camino la vida y la muerte”.
En el inicio del Avemaría, la Iglesia nos marca el tipo de relación que debemos tener con María. ¿Cómo le saludamos? Haciendo eco de las palabras del arcángel Gabriel en la Anunciación, le decimos un "Dios te salve". A simple vista, este "hola" puede parecer un tanto formal. Dios te salve. Como quien dice un buenos días acompañado de un "¡Qué gusto saludarle a usted!". Y sí, es verdad que este inicio marca una cierta distancia de respeto con María. Después de todo, Ella es Reina de los Cielos, Madre de Dios. ¡No cualquier creatura ostenta estos títulos! Nos invita, por ello, a darle la veneración que Ella se merece, a admirar su fidelidad a lo que Dios le pidió, a agradecerle todos los favores que Ella nos concede.
No obstante, a este inicio de realeza y veneración se le acompaña con el nombre: María. Llamarle a uno por su nombre implica ya una intimidad con la persona: la conoce, sabe cómo se llama. Esta segunda parte del saludo nos invita a vivir el otro lado de la moneda en nuestro trato con María: la cercanía, el cariño y la ternura filial. Porque estoy convencido que Ella, como buena Madre, no se conforma con el trato formal y delicado -que no deja de ser lícito también- del siervo que llama a su Señora. A María le gusta que le llamemos Madre, así como a Dios le gusta que le llamemos Abbá. Y se regocija, como mujer que es, con las muestras de afecto que le dedicamos: el rosario, las visitas a una de sus imágenes, dejarle alguna flor, etcétera.
Dios te salve, María. Un saludo que nos acerca a las dos facetas de la Santísima Virgen: su excelsitud y su maternidad, la grandeza de su figura con la cercanía de su cariño, su ser Reina y su ser creatura como nosotros. Es con estos dos prismas con los que la vemos y le rezamos. Y con estas dos tintas le he escrito estos pequeños versos, que quieren ser el broche a estas líneas:
Caminando a mi lado he descubierto
unos pies que siguen mi travesía,
un corazón que me ama cada día,
y dos manos que alejan desconcierto.
Sabía de su existir. Mas no acierto
a comprender por qué desconocía
que al susurro de su nombre -María-
se esfumaba el desánimo desierto.
Y al contemplarla en su bella sonrisa,
que enamoró a Quien nació de su vientre,
le elevo una oración tierna y sumisa:
“¡Mírame, Madre, permíteme verte!
Pues, al beber de tus ojos sin prisa,
firme, camino la vida y la muerte”.
Autor: P. Juan Antonio Ruiz, L.C. | Fuente: Catholic.net
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