Así como hay dolor y alegría, así como hay inquietud y paz; así el
hombre tiene en su vida dos cauces por donde transcurre su existencia:
La palabra y el silencio.
La palabra, del latín parábola, es la
facultad natural de hablar. Solo el hombre disfruta de la palabra. La
palabra expresa las ideas que llevamos en nuestra mente y es el mejor
conducto para decir lo que sentimos. Hablar es expresar el pensamiento
por medio de palabras. Es algo que hacemos momento tras momento y no nos
damos cuenta de que es un constante milagro. Hablar, decir lo que
sentimos, comunicar todos nuestros anhelos y esperanzas o poder
descargar nuestro corazón atribulado, cuando las penas nos alcanzan, a
los que nos escuchan.
Nuestra era es la era de la comunicación y de la información. Pero la palabra tiene también su parte contraria: El silencio.
Nuestro vivir transcurre entre estos cauces: la palabra
y el silencio. O hablamos o estamos en silencio.
Cuando hablamos
"a voces" la fuerza se nos va por la boca... hablamos y hablamos y
muchas veces nos arrepentimos de haber hablado tanto... Sin embargo el
hablar es algo muy hermoso que nos hace sentir vivos, animosos y nos
gusta que nos escuchen.
El silencio es un tesoro de infinito valor. Cuando estamos en silencio somos más auténticos, somos lo que somos realmente.
El
silencio es algo vital en nuestra existencia para encontrarnos con
nosotros mismos. Es poder darle forma y respuesta a las preguntas que
van amalgamando nuestro vivir. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde
voy? Y va a ser en ese silencio donde vamos a encontrar las respuestas,
no en el bullicio, en el ajetreo, en el nerviosismo, la música ruidosa,
en el "acelere" de la vida inquieta y conflictiva porque es en el
silencio y por el silencio donde se escucha la voz de Dios
pues bien dicen que "Dios habla quedito"
Meditando en estas
cosas pienso en José el carpintero de Nazaret. El hombre a quien se le
encomendó la protección y el cuidado de los personajes más grandes de la
Historia Sagrada y no nos dejó el recuerdo de una sola palabra suya.
Nada nos dijo pero con su ejemplo nos lo dijo todo. Más que el más
brillante de los discursos fue su testimonio callado y lleno de amor.
San
José, el santo que le dicen: "Abogado de la buena muerte". Porque... ¿A
quién no le gustaría morir entre los brazos de Jesús y de María como él
murió?
José tuvo una entrega total. Una vida consagrada al
trabajo, un desvelo, un cuidado amoroso para estos dos seres que estaban
bajo su tutela y supo, como cualquier hombre bueno y padre de familia,
del sudor en la frente y el cansancio en las largas jornadas en su
taller de
carpintería y supo del dolor en el exilio de una tierra extranjera y
supo en sus noches calladas y de vigilia del orar a Dios mirando el
suave dormir de Jesús y de María, pidiendo fuerzas para cuidar y
proteger a aquellos amadísimos seres que tan confiadamente se le
entregaban. No tuvo que hablar.
No hay palabras que superen ese
silencio de amor y cumplimiento del deber. Ahí está todo. Ahí está Dios.
En las pequeñas cosas de todos los días, en la humildad del trabajo
cotidiano.
El no fue poderoso, él no tuvo un puesto importante
en el Sanedrín, él... supo cumplir su misión y su silencio fue su mayor
grandeza.
Las almas grandes no lo van gritando por las plazas y
caminos, se quedan en silencio para poder hablar con Dios y Dios sonríe
cuando las mira.
Que podamos tener cada día, aunque sean cinco minutos de silencio, para
oír la voz de Dios.
Autor: Ma Esther De Ariño | Fuente: Catholic.net
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lunes, 19 de marzo de 2012
Un momento de silencio... como San José
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