El dolor, desde que entró el pecado en el mundo, se ha aficionado a
nosotros. Es compañero inseparable de nuestro peregrinar por esta vida
terrena. Antes o después aparece por el camino de nuestra existencia y
se pone a nuestro lado. Tarde o temprano toca a nuestras puertas. Y no
nos pide permiso para pasar. Entra y sale como si fuese uno más de casa.
El
sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo
especial. La vida de la Santísima Virgen estuvo profundamente marcada
por el dolor. Dios quiso probar a su Madre, nuestra Madre, en el crisol
del sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue
capaz de hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un
precioso ejemplo también ante el dolor. Sí, Ella es la Virgen dolorosa.
Asomémonos de nuevo a la vida de María. Descubramos y repasemos algunos de sus padecimientos. Y sobre todo,
apreciemos detrás de cada sufrimiento el amor que le permitió vivirlos como lo hizo.
El dolor ante las palabras de Simeón.
El
anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a nivel
humano. Al contrario: “este niño será puesto como signo de
contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te atravesará el
alma”.
María, a esas alturas, sabía de sobra que todo lo que se le
dijese con relación a su Hijo iba muy en serio. Ya bastantes signos
había tenido que admirar y no pocos acontecimientos asombrosos se habían
verificado, como para tomarse a la ligera las palabras inspiradas del
sabio Simeón.
Seguramente María tuvo esa sensación que nos asalta
cuando se nos pronostica algo que nos va a costar horrores. Como cuando
nos anuncian un sufrimiento, un dolor, una enfermedad terrible, o la
muerte cercana... Algo similar debió sentir María ante semejantes
presagios.
Pero en su corazón no acampó la desconfianza, el
desasosiego, la desesperación. En lo profundo de su alma seguía reinando
la paz y la confianza en Dios. Y en su interior volvería a resonar con
fuerza y seguridad el fiat aquel lleno de amor de la anunciación.
Para
nosotros Cristo mismo predijo no pocos males, dolores y sufrimientos.
Cristo nos pidió como condición de su seguimiento el negarse a uno mismo
y el tomar la propia cruz cada día. Nos prometió persecuciones por
causa suya. Nos aseguró que seríamos objeto de todo género de mal por
ser sus discípulos; que nos llevarían ante los tribunales; que nos
insultarían y despreciarían; que nos darían muerte. ¡Qué importante es,
ante estas exigencias, recordar el ejemplo de nuestra Madre!
El verdadero cristiano, el buen hijo de María, no se amedrenta ni se
echa atrás ante la cruz. Demuestra su amor acogiendo la voluntad de Dios
con decisión y entereza, con amor.
El dolor ante la matanza de los inocentes por Herodes.
María
debió sufrir mucho al enterarse de la barbarie perpetrada por el rey
Herodes. La matanza de los inocentes. ¿Qué corazón con un mínimo de
sensibilidad no sufriría ante esa monstruosidad? Ella también era madre.
Y ¡qué Madre! ¡con qué corazón! ¡con qué sensibilidad! ¿Cómo no le iba a
doler a María el asesinato de esos niños indefensos? Además,
seguramente, María conocía a muchos de esos pequeñines. Conocía a sus
madres... Sí, es muy diverso cuando te dicen que murieron X personas en
un atentado en Medio Oriente, a cuando te
comunican que han matado a uno o varios amigos y conocidos tuyos...
Entonces la cosa cambia.
A lo mejor hasta María se sintió un poco
culpable por lo ocurrido. Y eso agudizaría su dolor. Quizá comprendió
que aún no había llegado el momento de ofrecer a su Jesús en rescate por
aquellos pequeñines (Dios no lo dispuso así). Quizá también en la mente
de María surgió la eterna pregunta: ¿por qué el mal, el sufrimiento, la
muerte de los inocentes? Sabemos que en este caso la respuesta podría
ser otra pregunta: ¿porqué la prepotencia, maldad y crueldad demoniaca
de Herodes...?
Ciertamente rezaría por ellos y, sobre todo por
sus inconsolables madres. Se unió a su sufrimiento, que no le era ajeno
(eran quizá los primeros mártires de Cristo), e hizo así fecundo su
propio padecer.
También
nuestro corazón cristiano ha de mostrarse sensible al sufrimiento ajeno.
Compadecerse. Socorrer. O al menos, consolar. Como alguien dijo -y con
razón- “si podéis curar, curad; si no podéis curar, calmad; si no podéis
calmar, consolad”. Siempre estaremos en grado de ofrecer un poco de
consuelo y también de rezar por los que sufren.
El dolor de haber perdido al Niño.
¡Cómo
sufre una madre cuando se le ha perdido su niño! Sufre angustiada por
la incertidumbre. ¿Dónde estará? ¿cómo estará? ¿le habrá pasado algo?
¿estará en peligro? ¿le habrá atropellado un coche? ¿lo habrán raptado?
¿estará llorado desconsolado porque no nos encuentra? Todo eso pasaría
por la mente de María. Y más cosas aún: ¿y si lo ha atrapado algún
pariente de Herodes que lo buscaba para matarlo? Así son las madres y su
amor por sus hijos...
Pues imaginemos a María. La más sensible
de la madres, la más responsable, la más cuidadosa... Y resulta que no
encuentra a su Hijo. Es motivo más que suficiente para angustiarla
terriblemente. Aparte de que no era un hijo cualquiera. A María se le ha
extraviado el Mesías. Se le ha perdido Dios... ¡Qué apuro el de María!
¡Qué
tres días de angustiosa incertidumbre, de verdadera congoja! ¿Habrá
dormido María esos días? Seguro que no. Desde luego que no durmió.
¿Cómo va a dormir una madre que tiene perdido a su hijo? Pero sí rezó y
mucho. Sí confió en Dios. Sí ofreció su sufrimiento con amor porque era
Dios el que permitía esa situación.
No termina todo
aquí. A todo esto siguió otro dolor, y quizá aún mayor que el anterior.
La incompresible e inesperada respuesta de Jesús: “¿porqué me
buscabais...?” ¡Qué efecto habrán causado esas palabras en el corazón de
su Madre, María...!
Tratemos de meternos en el corazón de una
madre o de un padre en esas circunstancias. Llevan tres días y tres
noches buscando angustiados a su Hijo. Temiéndose lo peor. Y de repente,
lo encuentran tan contento, sentadito en medio de la flor y nata
intelectual de Jerusalén, dándoles unas lecciones de catecismo y de
Sagrada Escritura... Y además, les responde de esa manera...
Es
verdad, por una parte, sentirían un gran alivio: “¡ahí está! ¡está bien!
¡por fin lo hemos encontrado!” Pero, acto seguido, cuenta el evangelio,
María tuvo la
reacción normal de una madre: “Hijo, mío. ¿Por qué nos has hecho esto?”
(se merecía una regañina, aunque fuera leve).Y por otra parte, asegura
el evangelista que “ellos no comprendieron la respuesta que les dio”. El
dolor de esa incomprensión calaría hondo en el alma de sus padres.
Y
María, en vez de enfadarse con el crío (con perdón y todo respeto), no
dijo nada. Lo sufrió todo en su corazón y lo llevó todo a la oración.
Quién sabe si en la intimidad de su alma ya comenzaría a comprender que
Cristo no iba a poder estar siempre con Ella. Que su misión requeriría
un día la inevitable separación...
A veces en nuestra vida puede
sucedernos algo parecido. De repente Cristo se nos esconde.
“Desaparece”. Y entonces puede invadirnos la angustia y el desasosiego.
Sí, a veces Dios
nos prueba. Se nos pierde de vista. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que
María. Buscarlo sin descanso. Sufrir con paciencia y confianza. Orar.
Actuar nuestra fe y amor. Esperar la hora de Dios. Él no falla, volverá a
aparecer.
Otras veces el problema es que nosotros olvidamos con
quién deberíamos ir. Dejamos de lado a Cristo. Nos escondemos de El. Nos
sorprendemos buscándonos sólo a nosotros mismos y nuestras cosillas. Y,
claro, nos perdemos. Incluso nos atrevemos a echárselo en cara a
Cristo, teniendo nosotros la culpa. Aquí la solución es otra. Hay que
salir de sí mismo. Volver a buscar a Cristo. Volver a mirarlo y ponerse
a amarlo de nuevo.
El dolor de la separación y la primera soledad.
Llegó
el día. Después de pasar treinta años juntos. Treinta años de
experiencias inolvidables, vividos en ese
ambiente tan increíblemente divino y a la vez tan increíblemente humano
de Nazaret. Treinta años de silencio, trabajo, oración, alegría, entrega
mutua, amor. Treinta años de familia unida y maravillosa.
¡Qué
momento aquel! ¡Lástima de video para volver a verlo enterito ahora...!
Fue temprano. Muy de mañana. En el pueblo, dormido aún, nadie se enteró
de lo que estaba ocurriendo. Pocas palabras. Abundantes e intensos
sentimientos. “Adiós, Hijo. Adiós, madre...”
Todos hemos intuido
lo que pasa por el corazón de una madre en una despedida así. Lo hemos
visto quizá en los ojos de nuestra madre en alguna ocasión...
María
volvió a casa con el corazón oprimiéndosele un poco a cada paso. Y al
entrar, fue la primera vez que sintió que la casa estaba sola.
Experimentó esa
terrible sensación de saber que ya no se oirían en la casa otros pasos
que suyos; que ningún objeto cambiaría de sitio, a menos que Ella misma
lo moviese.
La soledad es una de las penas más profundas de los
seres humanos, pues hemos nacido para vivir en compañía de los demás.
¡Qué dura fue la soledad de María, después de estar con quien estuvo y
por tanto tiempo! Sí, la soledad de la Virgen comenzó mucho antes del
Viernes Santo y duró mucho más...
María también supo vivir ese
sufrimiento de la separación y de la soledad con amor, con fe, con
serenidad interior. Adhiriéndose obediente a la voluntad de Dios.
Ofreciéndolo por ese Hijo suyo que comenzaba su vida pública y que tanto
iba a necesitar del sostén de sus oraciones y sacrificios.
Necesitamos,
como María, ser fuertes en la soledad y
en las despedidas. Fuertes por el amor que hace llevadero todo
sacrificio y renuncia. Fuertes por la fe y la confianza en Dios. Fuertes
por la oración y el ofrecimiento.
El dolor del vía crucis y la pasión junto a su Hijo.
La
tradición del viacrucis recoge una escena sobrecogedora: Jesús camino
del calvario, con la cruz a cuestas, se encuentra con su Madre. ¡Qué
momento tan extraordinariamente duro para una madre! ¿Lo habremos
meditado y contemplado lo suficiente?
¡Que fortaleza interior la
de María! ¡Qué temple el de su delicada alma de mujer fuerte! ¡Qué
locura de amor la suya! Sabía de lo duro que sería seguir de cerca a su
Jesús camino del calvario (eso hubiera quebrado el ánimo a muchas
madres). Pero decide hacerlo. Y lo hace. Su amor era más fuerte que el
miedo al dolor atroz que le
producía presenciar la suerte ignominiosa de Jesús. Ella tenía
conciencia de que había llegado el momento en el que la espada de dolor
se hendiría despiadada en su corazón. Era contemplar la pasión y muerte
de su propio Hijo. No se esconde para no verlo. Ahí estaba. Muy cerca y
en pie.
Contemplemos por un instante ese encuentro entre Hijo y
Madre. Ese cruzarse silencioso de miradas. Ese vaivén intensísimo de
dolor y amor mutuo. Qué insondables sentimientos inundarían esos dos
corazones igualmente insondables. Ambos salieron confirmados en el
querer de Dios con una confianza en Él tan infinita y profunda como su
mismo dolor.
Nuestra vida a veces también es un duro viacrucis.
No suframos sin sentido, con mera resignación. Busquemos, por la cuesta
de nuestro calvario, esa mirada amorosa y confortante de María, nuestra
Madre. Ahí estará Ella
siempre que queramos encontrarla. Ahí estará acompañándonos y dispuesta a
consolarnos y a compartir nuestros padecimientos. Mirémosla. “La suave
Madre -afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos consuela, transforma
nuestra tristeza en alegría y nos fortalece para llevar cruces aún más
pesadas y amargas”.
María en la pasión y junto a la cruz de su
Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz los
sentimientos de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían
chasqueando sobre el cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo
instante el alma de la Madre; los clavos que penetraban cruelmente en
los pies y en las manos del Hijo, atravesaban al mismo tiempo el corazón
de la Madre; las espinas de la corona que se enterraban en las sienes
del Hijo, se clavaban también agudamente en las entrañas de la Madre.
Los salivazos,
los sarcasmos, el vinagre y la hiel atormentaban simultáneamente al Hijo
y a la Madre”.
El dolor de la muerte de su Hijo.
Terrible episodio. Una madre que ve morir a su Hijo. Que lo ve morir de esa manera. Que lo ve morir en esas circunstancias...
Nunca
podremos ni remotamente sospechar lo que significó de dolor para su
corazón de Madre el contemplar, en silencio, la pasión y muerte de su
Hijo. Ella, su Madre. Ella, que sabía perfectamente quién era Él. Ella
que humanamente habría querido anunciar a voz en grito la nefanda
tragedia de aquel gesto deicida, en un intento de arrancar a su Hijo de
la manos de sus verdugos. Ella, que en último término habría preferido
suplantar a su Jesús... Ella tuvo que callar, y sufrir, y obedecer. Esa
era la voluntad de Dios. Y con el corazón sangrante y desgarrado, de pie
ante la cruz, María
repitió una vez más, sin palabras, en la más pura de las obediencias,
“hágase tu voluntad”.
¡Hasta dónde tuvo que llegar María en su
amor de Madre! ¿De verdad no habrá amor más grande que el de dar la
propia vida? Alguien se ha atrevido a decir que sí; que sí hay un amor
más grande. Casi como corrigiendo al mismo Cristo, alguien ha osado
afirmar que sí lo hay y ha escrito esto:
“... porque el padecer,
el morir, no son la cumbre del amor, porque no son el colmo del
sacrificio. El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres
amados. La más alta cumbre del amor, cuando, por ejemplo, se trata de
una madre, no está en dar la propia vida a Jesucristo, sino en darle la
vida del hijo. Lo que una mujer, una madre debe padecer en un caso
semejante, jamás lengua humana podrá decirlo; compréndese únicamente
que, para recompensar sacrificios tales, no será demasiado darles una
dicha eterna, con sus hijos en sus brazos” (Mons. Bougaud).
Son
una y la misma la cumbre del amor y la cumbre del dolor. Y en lo alto de
esa cumbre, el ejemplo de nuestra Madre brilla ahora más luminoso aún.
¡Qué pequeños somos a su lado! ¿Qué son nuestras ridículas cruces frente
a ese colmo de su sacrificio? ¡Qué raquítico es tantas veces nuestro
amor ante esa cima de su amor! ¡Quién supiera amar así!
Dolor ante el descendimiento de la cruz y la sepultura de Jesús.
Otra
escena conmovedora. Jesús muerto en los brazos de su Madre que lloraba
su muerte. No cabe duda, aunque cueste creerlo. Está muerto. Él, que era
el Hijo del Altísimo. Él, que era el Salvador de Israel. Él, cuyo reino
no tendría fin.
Él, que era la Vida. Él está muerto.
Dura prueba para la fe de
María. Su Hijo, el destinatario de todas esas promesas, yace ahora
cadáver en su regazo. En el alma de María se irguió una oscura borrasca
que amenazaba apagar la llama de su fe aún palpitante. Pero su fe no se
extinguió. Siguió encendida y luminosa.
¡Qué fuerte es María! Es
la única que ha sostenido en sus brazos todo el peso de un Dios vivo y
todo el peso de un Dios muerto (que era su Hijo). Hemos de pedirle a
Ella que aumenta nuestra fe. Que la proteja para que no sucumba ante las
tempestades que nos asaltan en la vida amenazando aniquilarla.
El dolor de una nueva soledad.
¡Qué
días también aquellos antes de la resurrección! Su Hijo entonces no
estaba perdido. Estaba muerto ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras
la
despedida de Nazaret, hacía tres años! Es la soledad tremenda que deja
la muerte del último ser querido que quedada a nuestro lado.
Así
la describía Lope de Vega con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba
José / de la muerte preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo,
porque está muerto; / sin luz, porque llora el sol; / sin voz, porque
muere el Verbo; / sin alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el
cuerpo; / sin tierra, que todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego;
/ sin fuego, que todo es agua; / sin agua, que todo es hielo...”
Pero
ni la fe, ni la confianza, ni el amor de María se vinieron abajo ante
esa nueva manifestación incomprensible de la voluntad de Dios. Creyendo,
confiando y amando Ella supo esperar la mayor alegría de su vida:
recuperar a su Jesús para siempre tras la resurrección.
Aprendamos
de María a llenar el
vacío de la soledad que nos invade tras la muerte de nuestros seres
queridos. Llenarlo con lo único que puede llenarlo: el amor, la fe y la
esperanza de la vida futura.
Autor: P. Marcelino de Andrés | Fuente: Catholic.net
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martes, 20 de septiembre de 2011
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