Son muchos los que rezan y
tienen a María, como madre del Amor. Del amor más bello. Nuestra Señora
del amor hermoso. Pues, por su Hijo, y a semejanza suya, ha sido la
criatura que, con más y mejor ahínco, ha sabido amar. Jesús amó hasta el
extremo más inmenso, hasta dar su vida por nosotros; nos amó hasta la
muerte y ésta, de cruz. Y María nos dio, hasta el último momento de su
vida, la lección suprema del amor inmolado. El amor es donación y
servicio, entrega total. Y así fue su vida, entrega total, regalo e
inmolación a los demás.
Es aleccionante ver como hace de su vida un acto de amor continuo;
al saber que su pariente Isabel, en su ancianidad, iba a tener un hijo,
el Precursor de Aquel que llevaba en su seno, correr presurosa a prestar
su ayuda; el Evangelio cuenta que salió muy deprisa, olvidándose de sí
misma, en lugar de quedarse ensimismada tras el anuncio del ángel, dando
gracias a Dios por su primera comunión, la primera del mundo. Es la
primera lección que nos da a sus hijos; centra su enseñanza en que el
bien, que hay hacerlo con prontitud, muy deprisa; enseña que Dios quiere
amor, no liturgia, que Dios no quiere que los hombres suplamos nuestra
carencia de amor con un culto farisaico y engañoso. La vida
auténticamente religiosa debe expresarse en la atención cuidadosa a los
hombres, pues la norma suprema del hombre, más si es religioso, no puede
ser otra que el amor. Un amor sin límites, pues la medida del amor es
amar sin medida. Amar a todo el mundo hasta olvidarse de uno mismo. El
amor bien entendido comienza por los demás y termina por uno mismo. Amor
sin ley, pues la única ley del amor es el amor mismo, hacer siempre lo
que el amor demanda, pues obrando bajo el imperativo del amor, no habrá
posibilidad de equivocarse nunca, ya que Dios, Grandeza Infinita, es
amor, "el amor", y por tanto, cuando nos dejamos llevar por el amor,
estamos siendo llevados por Dios.
María, por ese amor, fue llevada siempre. En lealtad absoluta, pues
la lealtad pertenece a la esencia del amor. Amor es la palabra que
define exactamente toda su realidad, todo su ser. La que más ha amado a
Dios y a los hombres. La más amada por Dios; la eternamente amada en el
Amado. La criatura que debe ser más amada por los hijos y las hijas del
Amado. Ella enseña que la vida humana ni puede ni debe ser otra cosa que
una relación de amor. Como relata el Cantar de los Cantares, el más
bello cantar entre todos, el único, porque es un canto al amor, en el
que la esposa -que somos todos nosotros-, de amor enloquecida, va
tejiendo y destejiendo, trenzando y destrenzando el embriagante y
maravilloso juego del amor con su esposo querido, que es el Amoroso
Padre Celestial. Nada hay más fuerte que el amor, fuerte como la misma
muerte, impulso radical que emerge irresistiblemente de la esencia
profunda de nuestro ser sin que haya poder humano capaz de detenerlo.
Porque, además, querer estrangularlo o detenerlo es atentar gravemente
contra el derecho más fundamental del hombre, el derecho al amor. El
hombre ha sido hecho para amar y para ser amado, en su esencia dada por
Dios.
Hemos de amar a Dios, como lo amó la Señora del Amor, con todas las
fuerzas del alma, y, con esas mismas fuerzas, tenemos que amar a todos
los hombres. Ahí está la gran doctrina cristiana, una idolatría del
hombre, pues de los hombres hace dioses; si no amamos a los hombres que
vemos, no podemos amar a Dios al que no vemos. Sólo existe un
mandamiento, el del amor; la señal inequívoca de que somos cristianos es
que nos amamos los unos a los otros; al final de la vida nos van a
examinar de amor, sólo de amor; por tanto, no vale la pena vivir, si no
es amando, vivir para amar, pera estar continuamente en el amor; hay que
hacer de todos los seres humanos una comunidad de amor; los cristianos
son los locos de amor, se han entregado al amor, confían en el amor, se
han confiado al amor. Por eso hemos adquirido el mayor compromiso, pues
nada es capaz de comprometer como el amor. El amor lo sufre todo, lo
aguanta todo, lo tolera todo, todo lo justifica en el amado. Si no tengo
amor, no valgo absolutamente para nada, no soy nada; soy un ser sin
sentido, címbalo que resuena.
A Dios no hay que temerlo, hay que amarlo; en el amor no puede haber
temor y el que teme, no es perfecto en el amor. Dios es un padre
amoroso que nos quiere con amores infinitos, al que nosotros debemos
amar con la casi infinita capacidad de amor que Él nos ha regalado
graciosamente por su simple amor, no por el nuestro que no necesita,
pero lo quiere y nos lo tiene.
Te pedimos, Señora, que el amor nos penetre hasta el fondo del alma;
que el Espíritu Santo, el amor substancial, el amor hecho persona,
toque nuestro corazón con su palabra única: el amor. De este modo,
podremos ir por el mundo sembrando de amor todos los caminos, para
acabar con tantas malquerencias, tantos odios, tantas rivalidades y
tantas incomprensiones, con el deseo incontenido de que formemos todos,
como los primeros cristianos, una comunidad con un mismo corazón y unos
mismos sentimientos. Ese amor que inunda y embriaga; que es paciente,
que es servicial, que no se irrita ni se engríe. Ruega por nosotros para
que vivamos el amor; la caridad que no pasa jamás. La caridad es
eterna.
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viernes, 26 de agosto de 2011
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